domingo, 4 de julio de 2010

Aravena Llanca y Neruda

La calle junto al río.

Jorge Aravena Llanca


–Escríbelo Honorio. O por lo menos cuéntanos esa historia. No entiendo, por qué a estas alturas de tu vida, viejo y enfermo sigues callando tantas cosas que guardas en tu memoria...
– ¿Es un pecado no darlas conocer?
Edulia, miraba a Honorio fijamente en los ojos, en cuyas enfermas pupilas, casi borrosas por la niebla de los años y sus continuas quejas, se había visto tantas veces retratada. Ahora, esas nubes blanquecinas que las cubrían, no dejaban ver con nitidez el verde de esos ojos que tanto había amado antes de cada beso y apasionadamente en las despedidas.
La voz de Edulia tenía un eco sordo, producido, a esas alturas de la vida, por su amarga experiencia en las despedidas y resonó adolorido en la pieza de la antigua casona.
–Es egoísmo Honorio. Cuéntale al doctor Carvajal, todo lo que sabes sobre Pablo Neruda. Van quedando muy pocos que lo conocieron en vida.
–Así es don Honorio –rubricó con una voz convincente el nombrado doctor Carvajal. Las historias deben ahondarse con palabras para que crezcan y la memoria se conserve en nuestra patria. Bien sabe que somos un país joven, todo nuestro continente es joven, necesitamos mitos, historias, canciones, mucha poesía como alimento para fundamentar las propuestas que les daremos a nuestros hijos.
–Así lo he creído yo también en mis sueños, siempre le he dicho a Edulia que tome nota de mis sueños –le contestó don Honorio–, para que nada quede en el olvido.
El doctor Mario Carvajal, miró a la anciana señora y esta le dijo quedamente –es que solamente sueña y cree que habla, pero no, sólo sueña, nunca me ha contado nada...
–Don Honorio, sírvase otro mate, ¿lo quiere amargo, cómo en sus tiempos en Tacuarembó en Uruguay?
–Ahora, como sea. Me convencieron –y los ojos comenzaron a brillarle a don Honorio por la asociación que le provocaba la sed cada vez que evocaba su pasado.
–Esta historia debería ser contada con un vaso de Macaya –alcanzó a decir con cierta alegría que dibujaron sus labios.
–La repetiré otra vez, aunque pienso que más de alguno de aquellos a quienes le he contado lo que sé de Pablo Neruda, ya lo deben haber escrito.
– ¡Vieja! ¿No tenemos nada que ofrecerle al doctor?

–Ocurrió así. Cuando Salvador Allende ganó las elecciones ese 1971, y siendo ya presidente de Chile, cumplió la promesa que le hizo al poeta Pablo Neruda: que si retiraba su candidatura y él ganaba las elecciones lo nombraba Embajador en Francia. Ahí, en París, estando cerca de Suecia, el Premio Nóbel sería más fácil de conseguir y, se haría todo lo posible en cuanto a publicitarlo. Como fuere, serían fuertes las presiones del gobierno de Chile ante las autoridades de la monarquía sueca. Allende cumplió. En cuanto fue elegido presidente lo postuló a Embajador en Francia.
La Universidad de Temuco a cargo de una iniciativa del profesor Guillermo Quiñónez, ideó la despedida del sur, de la Universidad, de Almagro, de Lautaro, de los lugares que lo vieron nacer y crecer. Se le presentó a Neruda una terna de tres profesores de historia, de tres poetas, de tres cuentistas, de varios ensayistas, de tres científicos y de tres músicos folklóricos.
Neruda aceptó a casi todos, pero cuando llegó a los cantores que eran el grupo Quilapayún, Víctor Jara y Ángel Parra, los borró a los tres y me puso a mí, escribió en la lista sólo mi nombre y Honorio Morales fue el elegido. Y yo fui el único destinado a darle la despedida con guitarra, canciones alegres, sentidas rancheras mexicanas y valses de la guardia vieja. Lo que a él le gustaba, con las que siempre yo lo complacía.
Mi esposa sabe que yo siempre andaba, en cada reunión, con guitarra y una máquina fotográfica, por ello y por mi afán hacia la a poesía, era siempre invitado a todas las reuniones de escritores y poetas. Como nunca a nadie le cobré nada y regalaba las fotos que tomaba y le ponía música a los poemas de todos los inspiradores de sueños, como fuere la calidad de los mismos, todos me tenían aprecio.
Quiero abreviar pues estoy cansado doctor. Me cuesta recordar. ¿Curioso no? Nadie sabe el esfuerzo de un hombre viejo para activar la memoria y menos saben, y ¿a quién le importa sus últimos pensamientos antes de morir?
Le decía y, por si no lo dije, que junto a Pablo Neruda estaba Juvencio Valle, su amigo de la infancia, por supuesto un invitado de honor, infaltable a esa cita.
Ambos estaban parados y apoyados en la baranda del puente del río Cautín, viendo como las aguas del antiguo y cotidiano río de su infancia, se deslizaban imperturbables hacia el lejano mar. Conversaban mientras yo los fotografiaba, desde la derecha, mirando hacia el sur del río, desde la izquierda teniendo como horizonte la primera calle del pueblo, de frente al río, me alejaba y me acercaba. Ambos me dejaban sacar fotos sin perturbarse, pues sabían, y conociéndome, que esas imágenes tendrían un buen destino.
Pero yo, doctor, que siempre tuve un oído muy fino, escuchaba cada palabra de su conversación, cada dejo e intencionalidad en la cadencia de sus voces y, atento siempre, sin perderme ni un acento.
El día estaba despejado. La brisa sobre las aguas del Cautín daba en nuestros rostros, aliviándonos, con cierta fragante frescura que aun no olvido.
Ambos caminaron hacia la calle al lado del río.
Neruda le dijo a Juvencio: –Juvencio ¿siguen siendo de tierra enamorada los caminos de la patria? ¿Las semillas que sembramos en sus surcos ignoran aún sus nombres? De nuestra infancia ¿te acuerdas Juvencio?
Mira, esas casas han quedado bajo el nivel de la vereda.
¿No recuerdas como eran?
¡Ahí, sí, sí, antes estaban más arriba!
¿Recuerdas Juvencio?
– ¿Cómo no Pablo? Te conozco. Sé que estás hurgando en tu pasado. Sobre esa calle te encontré muchas veces divagando solo y muy curioso mirando ansioso, como buscando algo.
¡Ah! Yo no olvido nada Pablo. Sé que estas repitiéndote un paisaje de tu vida pasada.
–Juvencio querido, ¿no era ahí donde vivía esa hermosa mujer María Valenzuela? –y le indicaba con el dedo la dirección de su creciente angustia.
–Inolvidable esta calle de tierra Pablo –respondió quedamente Juvencio–, al lado del río, su casa era la primera. ¿Sería esa? Tenía unas macetas de flores y cactus florecidos todo el año.
–Juvencio –dijo Pablo–, y tu mirándola calladito como siempre, pues también estabas loco de amor por María Valenzuela.
–Pero nunca te dije nada Pablo, respeté que tú también la amaras. Esa confirmación en poemas los dejé para ti.
–Bueno. Eran calenturas de cabro chico, de palomilla iniciación Juvencio. El inicio de esas emociones que estallaron después con Guillermina, mientras tú Juvencio, te iniciabas enamorado de la luz de los verdes prados. Siempre fuiste más cauteloso que yo, por eso siempre te he llamado Juvencio Silencio.
–Tú, Pablo –le respondió Juvencio algo eufórico–, eras un gritón cuando descubrías que estabas enamorado. Lo cantabas sin guitarra a los cuatro vientos, hasta que comenzaste a escribir, desde la escuela primaria, con desesperación tus sentimientos.
–Esta María Valenzuela era muy bella Juvencio. Tenía maternidad y lujuria, su paso eran los deseos ocultos de toda nuestra juventud, esa energía que mantiene la vida sobre la tierra. ¿Cómo caminaba? ¿Cómo se movía? Olía, Juvencio, ahora lo sé, olía a hijos sobre la tierra, a espigas maduras, a las caricias de la chicha de manzana del alemán de la bodega Monchen. ¿Recuerdas cómo se cimbreaba? Hasta las aguas del río se ponían a cantar y se detenían al verla pasar.
– ¡Ah! Mi María Valenzuela, de ella, ¿sabes Juvencio, cuánto aprendí sobre el amor? Después, te confieso, tan sólo cambié su nombre sobre la piel de cuántas amé, el acento y el ritmo de cada poema de amor que escribí, pues María Valenzuela fue la primera emoción, blancas colinas, que nunca se unió a mi piel

–Así, conversando y levantando cada vez más la voz, ambos llevaron a la esquina de la calle con la cual se iniciaba el pueblo y llegaba hasta donde el río se había torcido, –esas aguas eran, doctor Carvajal –dijo don Honorio sacudiéndose algo que lo perturbaba–, como la espina dorsal del pueblo de La Nueva Imperial, por ahí, al fondo, en esa misma vereda, estaba la escuela, donde Pablo y Juvencio, se sentaban en el mismo banco a copiar poemas de los franceses y alemanes que devoraban con locas ansias de aprender a ser sentimentales.
Curioso doctor, primero somos poetas por las palabras que otros pronuncian, después por el verbo de nuestras madres, luego por la palabra escrita que vienen en los libros que ya son más variadas, locas, diversas y traen paisajes de tiempos y patrias lejanas y, al final, las palabras que aprendemos cuando alguien nos dice que nos ama.
Toda la ciudad estaba expectante. Todos sabían que esa noche se organizaba un recital de poesía y que los lectores principales serían Pablo Neruda y Juvencio Valle las estrellas de esa jornada.
Todos sabían algo sobre la fiesta que se anunciaba, hasta las calles de la ciudad sabían por qué se había callado el canto del viento y por qué el polvo se había ido depositando, quieto y apacible, envolviendo, como piel velluda la carne de las piedras apretujadas entre la tierra seca.

–En las puertas de las casas –seguía diciendo Honorio Morales–, en casi todas de esa calle, estaban sentadas en bajitas sillitas de mimbre, unas viejitas vestidas de negro hasta los tobillos y con un pañuelo, también negro cubrían sus cabelleras, no dejando casi nada de su rostro a la impertinencia del aire.

– ¡Vamos Juvencio!
– ¡Preguntemos!
– ¡Rubriquemos este poemático paseo con preguntas!

–Ambos se acercaron a la puerta de la primera casa de la calle inmediata a la bajada del puente, y mirando a la primera viejita sentada en el quicio de la puerta de esa casa, que estaba con los dedos de sus manos enlazados y apoyadas ambas sobre su falda, moviendo incesantes los pulgares como asta de un molino. Se veía quieta y apacible como la eternidad.
Pablo se inclinó hacia ella.
–Yo, Honorio Morales, no siendo un desconocido en ese paraje, iba siempre detrás de los poetas con la máquina fotográfica lista para disparar.
Así, expectante, le escuché a Pablo preguntar con ese dejo cansino, algo fatigado y melancólico de su voz, voz que yo conocía desde hacía mucho tiempo, al igual como conocía el paisaje y las casas de aquella calle.

–Perdón señora. Buenos días. ¿Usted es de aquí?
La viejita movió la cabeza afirmativamente.
–Usted, talvez recuerde, señora, que en esta casa, en esta o la de al lado, vivía, hace muchos años, muchísimos años, una hermosa niña que se llamaba María Valenzuela. ¿Recuerda usted algo de ella?

–Yo estaba, doctor Carvajal, a un metro de los poetas. Juvencio tenía la boca abierta y Pablo temblaba, los vi doctor, y le digo y le juro que ambos temblaban.

La mujer levantó la cabeza, miró de frente al poeta y le dijo:

– ¡Soy yo Pablo!

–Y, créame doctor, los dos poetas se miraron entre sí, sé que con la garganta seca y llena de polvos antiguos, de poemas y amores de muchos caminos, como pidiendo un vaso de chicha de manzana para su inoportuna sed y, sin decir palabra o gesto va, emprendieron una desenfrenada carrera en medio de la calle.
Se arrancaron corriendo doctor. A las que te criaste; como que vienen los pacos; ellos sentían en sus oídos como en su juventud, que alguien gritaba: ¡cabros pesados! ¡Camotes! Eran dos niños que huían de una fechoría, asustados corrían arrastrando los pies.
Levantaban a dúo el barro seco, en polvo convertido, detenido y enamorado por la fiesta de la despedida del futuro embajador en Francia, ambos, mirándose asustados, se alejaron en loca carrera, cimbreando sus traseros, perdiéndose entre la niebla que se levantaba detrás de ellos.

–Yo me quedé, familiarmente, unos instantes más mirando las arrugas y el pelo blanco, sintiendo el calor, hasta el temblor del alma de María Valenzuela que se secaba las lágrimas de sus cansados ojos. En ese instante me miró y yo le respondí con una leve y tierna sonrisa.
–Y los poetas, cuando ya no se vieron físicamente entre la polvareda que levantaron sus pies, me indicaban, así lo entendí, con su desenfrenada huida, cual distante vivimos el presente de la vida, alejados de nuestro pasado.

–Sí, doctor. ¡María Valenzuela era mi madre!



Jorge Aravena Llanca
Berlín, diciembre de 2009