miércoles, 7 de febrero de 2007

A PICHILEMU EN COCHE

Cuando el carricoche que habíamos estado esperando se puso en marcha hacia el lugar de nuestro destino, empezó para nosotros los pequeños la gran aventura. Un niño, un adolescente apenas, nos escoltaba de cerca. “Es el postillón”- nos dijeron nuestros mayores. Comprendimos de inmediato que se trataba de un personaje importante. Y lo era, en efecto. Cuando nos acercábamos al final del descenso de la primera pendiente, sumó el muchachito las fuerzas de su cabalgadura a las del tiro de enjutos caballejos costinos y el destartalado vehículo adquirió una velocidad endemoniada. Las ruedas, más que crujir, parecían crepitar. Pero luego el impulso adquirido quedó anulado por el próximo repecho y el vehículo avanzó lentamente, envuelto en una nube de polvo. Sin embargo, varias veces más habríamos de experimentar aquel vértigo de la velocidad que nos había llenado de júbilo entre una y otra cuesta. Y el sopor consecutivo a una larga jornada de emociones nos impidió ver aquella vez nuestro punto de arribo a la luz incierta del anochecer.

Así llegaba el veraneante, todavía en los primeros lustros de nuestro siglo al balneario colchaguino. El ferrocarril fue poco a poco acortando distancias,….

Hoy no existe, digo yo. Mejor continuamos con nuestro guía.

De la época del coche de posta Pichilemu ha conservado, al parecer, su industria carrocera, pues uno de los rasgos pintorescos y característicos de aquel pueblecito costeño está en la profusión de “cabritas”, los populares vehículos de dos ruedas que esperan al visitante en la estación, y que lo mismo que los botes de la laguna pasan a constituir un atractivo para la juventud, siempre ávida de distracciones novedosas…, aunque éstas provengan del pasado.

Este es un fragmento de R.C.M. EN VIAJE, que así es como se firma este viajero de antaño.

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